miércoles, 5 de mayo de 2010

DE QUE NOS SIRVE TANTA "TRANSPARENCIA"

La razón principal que motivó la reforma al Artículo 6º de la Constitución en julio del 2007 fue combatir la disparidad de interpretaciones y medios que se oponían al derecho de acceso a la información pública en las entidades federativas —y en la Federación. La reforma quería fijar un piso mínimo de obligaciones y garantías a favor de ese derecho fundamental, a fin de evitar que su cumplimiento quedara sujeto a la discrecionalidad de los funcionarios locales o federales. De ahí que ese cambio haya sido leído, en su momento, como un triunfo indiscutible para la transparencia del poder político en México.


Sin embargo, para cumplirse de veras era indispensable que los legisladores —federales y estatales— modificaran las leyes de transparencia en un plazo máximo de dos años con el propósito de armonizarlas con el nuevo mandato de la Constitución. Pero la mayoría de los representantes del pueblo no cumplieron con esa misión, sino que más bien la defraudaron en nombre de argumentos burocráticos opuestos de plano a la transparencia. Vueltos en contra de la Constitución, de sus principios y de sus fines, buena parte de esos legisladores —que no todos, por fortuna— ha convertido las buenas noticias del 2007 en los desengaños del 2010.


Apenas el lunes pasado, Darío Ramírez daba a conocer en las páginas de este diario el Índice del Derecho de Acceso a la Información en México, construido por las organizaciones Artículo 19 y Fundar (www.checatuley.org), en el que se muestra que 17 de las 33 legislaciones vigentes en la materia contradicen o no cumplen con la Constitución y el resto lo hace de manera incompleta. Ese instrumento “nos confirma —dice el director de Artículo 19— que no toda la población nacional tiene el mismo acceso al derecho de conocer la información pública. Nos vuelve a señalar que hay ciudadanos de primera y de segunda al clarificar que la población de Guerrero o Querétaro tiene menos derechos que la población del DF o Chihuahua, a pesar de que la Constitución garantiza el principio de igualdad”. Y a despecho —añado yo— de que evitar ese despropósito era precisamente el objetivo de la reforma constitucional de 2007.


Pero lo más desalentador es que la iniciativa de reformas a la Ley de Transparencia de la administración pública federal que se votó hace unos días en la Cámara de Senadores no sólo llegó tarde sino que se rindió ante la especie según la cual la transparencia es un engorro para la burocracia. De ser aprobada en sus términos, esa nueva ley le permitiría a los funcionarios negar el acceso a la información cada vez que entregarla les represente un trabajo excesivo. Y el IFAI, por su parte, podría desechar los recursos de revisión cuando los considere ofensivos o frívolos. Dos criterios que, como ha observado ya Irma Eréndira Sandoval, vulneran abiertamente el principio de máxima publicidad establecido en el texto constitucional.


Quienes impusieron esa interpretación a la iniciativa aprobada por el Senado no sólo siguen viendo a la información pública como patrimonio propio, sino que siguen pensando que solamente ha de producirse —como si se tratara de una fábrica de papeles— sobre pedido. Pero se equivocan de palmo a palmo: la información no se produce cuando se pide, sino que debe estar en los documentos que se generan todos los días en la administración pública, como prueba de la forma en que se están usando los dineros y las atribuciones otorgadas a los burócratas y que deben depositarse en los archivos de todas las dependencias.


Es verdad que todos los derechos tienen sus límites. Pero en este caso, la frontera del derecho a la información no tendría que estar, ni remotamente, en prohibir el “esfuerzo extremo” de los burócratas por cumplir su obligación de documentar lo que hacen, ni en decretar que el ejercicio de un derecho fundamental pueda ser declarado frívolo u ofensivo a juicio de una autoridad superior (como si caminar de una determinada manera o escribir de cierta forma pudiera ser prohibido cuando a una autoridad le parezca frívolo). Y no veo cómo se puede ofender a los funcionarios, pidiéndoles la información que ellos mismos producen. De modo que el único límite aceptable podría ser, acaso, el haber entregado toda la información disponible y demostrarlo de manera fehaciente. Ningún otro argumento cabría en esa ley, sino como una contradicción a los principios constitucionales que debe reglamentar.


Pero hay que volver a dar la batalla, pues todos los datos nos dicen que estamos de vuelta a la oscuridad. Como muchas otras cosas que han sucedido en este sexenio, en ésta también hay que volver a empezar.

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